Las fotos de boda

(Este relato obtuvo el tercer puesto en el concurso de Navidad 2019 del foro ábretelibro. Se trataba de escribir un relato corto a partir de la siguiente fotografía).

 

Votos a favor: 10. Votos en contra: 10. Abstenciones: 2.

Un murmullo de desaprobación recorrió la sala de plenos. Por trigésima vez en treinta años, la asamblea había sido incapaz de investir a un nuevo alcalde.

En las calles, la población entera suspiró, harta de urnas.

—¡Que se pongan de acuerdo ya! —gesticulaba indignado el frutero.

—¡Lo peor es que siguen cobrando de nuestros impuestos! —convenía con él una señora de avanzada edad, mientras recogía su kilo de melocotones.

Nadie, sin embargo, podía hacer nada contra el bloqueo, y así, todos se habían acostumbrado a vivir sin gobierno que los gobernase.

Pero remontémonos al origen del problema. Todo había comenzado, como decimos, treinta años antes. El viejo alcalde, don Fausto, del Partido Blanco, pérfido malhechor para unos y ser de luz para otros, dejó olvidadas en la calle unas fotos de su boda durante su último cambio de residencia. En realidad, lo justo sería decir que quien se las olvidó fue el camión de la mudanza, pero eso pronto dejó de importar: la nueva residencia del alcalde se incendió aquel mismo día, y el hombre, ángel o demonio, feneció entre las llamas junto con todo cuanto poseía.

Mientras, las fotos de boda quedaron allí, abandonadas en plena calle, monumento póstumo a la desidia de Mudanzas Manolo.

Todo el mundo sabe que desorden llama a desorden. Para ahorrarse el paseo hasta el contenedor más cercano, los vecinos de la manzana comenzaron a depositar su basura alrededor de las fotos, y así, poco a poco, los desechos terminaron por cubrir la calzada.

La policía fue a retirar las fotos tan pronto como un taxista llamó para avisar de que la acumulación de residuos sólidos urbanos obstaculizaba el paso. Al llegar, los policías encontraron allí a los herederos de don Fausto.

—Tenemos que retirar esas fotos de ahí —anunció uno de los agentes—. Con tanta basura no pueden pasar los coches.

—Esas fotos son cuanto nos queda de nuestro padre —replicaron los herederos—. No pueden retirarlas de aquí y abandonarlas en cualquier lugar, como si fuesen un simple mueble. ¡Y menos tratarlas de «basura»! ¡Respeten nuestro dolor!

La televisión se hizo eco del infortunio. En plena canícula, había que rellenar como fuese los interminables programas de sobremesa. Primero fueron los del corazón; después, los de actualidad; y finalmente, los de crítica política de los sábados.

Pasaron los días. En la calle ya no se hablaba de otra cosa. Tan pronto se corrió la voz de que la policía iba a retirar las fotos por la fuerza, se desató una oleada de solidaridad hacia la familia. Convocaron una gran manifestación, con pancartas de «salvad las fotos de boda», «no las moverán», o «por una edukacion publika de kalidad, kontra el kapital», todo con k y sin tildes.

Es difícil precisar cuánta gente asistió a la convocatoria de aquella tarde. Fueron más de seis millones y medio de personas, según los organizadores; exactamente treinta y cuatro abuelos y cinco gatos, si atendemos a la cifra oficial de las autoridades. Solo una cosa sabemos con certeza: cuando la policía, que esta vez traía consigo una orden judicial, hizo ademán de retirar las fotos, una turbamulta de ciudadanos armados con antorchas y garrotes se hizo a la calle. Los agentes, temiendo por su propia integridad, se vieron obligados a desistir.

El Partido Blanco vio en el agravio a los herederos de su antiguo líder una oportunidad para capitalizar el victimismo. Y así, por lo bajini, creó la Fundación para la Defensa de las Fotos de Boda: una asociación sin aparente ánimo de lucro cuyo mandato fundacional consistía en aglutinar los sentimientos de todos aquellos vecinos de la ciudad que tuvieran fotos de boda en su casa. Una conocida cadena de muebles prefabricados, cuyo dueño era afín a la causa, puso a la venta una línea de marcos fotográficos inspirados en las fotos de don Fausto a precios muy competitivos, con objeto de ampliar la base social del movimiento. La campaña fue un éxito. Influencers, modelos y futbolistas se pavoneaban ahora con sus gafas de marca junto a sus propias fotos de boda, poniendo morritos para Instagram. Las tiendas de chinos de la ciudad comenzaron a vender fotos de boda genéricas para los solteros, y los fotógrafos se convirtieron en los profesionales más demandados de Infojobs.

El sector de la fotografía de bodas vivía un ciclo alcista sin precedentes.

Con una política de comunicación bien engrasada, y amplificada por los medios afines al Partido Blanco, la Fundación para la Defensa de las Fotos de Boda alcanzó un importante éxito mediático. Las fotos de don Fausto comenzaron a acaparar portadas. El New York Times se hizo eco de las protestas, al tiempo que las redes sociales elevaban la cuestión de las fotos de boda a trending topic mundial cada vez que alguien —estuviese a favor o en contra de dejarlas en medio de la calle—, osaba dar su opinión.

—Dejarlas ahí es populismo —argumentaba un sesudo tertuliano de la tele.

—Por el contrario, yo opino que son un símbolo de la lucha por la igualdad —replicaba, airado, el de enfrente.

—Para mí, representan la cruzada del proletariado contra la tiranía de los bancos —decía un tercero.

—Este partido se jugará en Bruselas —concluía ufano el cuarto, con la sonrisa de suficiencia de quien se sabe más listo que nadie.

Y así hasta el infinito.

La Asociación de Fotógrafos de Bodas, Bautizos y Comuniones, de capa caída desde hacía tiempo por la deriva laica del estado, se sumó a la causa para aprovechar el tirón. En apenas unas horas, su cuenta de Twitter registró miles de nuevos seguidores.

El asunto llegó a la arena política. El Partido Blanco, adalid de los derechos de las instantáneas matrimoniales, capitalizaba el voto pro foto; mientras que el Partido Negro encontró un suculento caladero de votos entre los damnificados por las pilas de basura, léase, autobuseros, taxistas y, en general, conductores y usuarios de transporte público. Las diferencias entre ambos bandos eran irreconciliables. Con la población dividida exactamente al cincuenta por ciento, resultaba imposible alcanzar una mayoría cualificada para decidir sobre el destino de las fotos de don Fausto.

Mientras, las campañas electorales se sucedían entre soflamas de uno y otro bando:

—¡Señores del Partido Blanco, son ustedes unos fascistas!

—¡Señores del Partido Negro, aquí los únicos fascistas que hay son los que no piensan como nosotros!

La ciudad languidecía. Cada vez más obstruido por pilas de basura, el tráfico era un desastre. Mes tras mes, durante treinta largos años, se batió el record europeo de emisiones de partículas contaminantes. De nada sirvió trasladar los medidores al corazón de un gran parque. Las enfermedades respiratorias se multiplicaron entre niños y adultos, y los hospitales colapsaron. Los sepultureros no daban abasto.

Entonces, como por arte de magia, surgió el Partido Gris.

La gente, harta de bloqueos, percibió la llegada de esta nueva formación política como un soplo de aire fresco. ¡Hablaban de otras cosas! Derechos sociales, sanidad, educación… Tal fue su impacto que muchos dejaron de apoyar a los partidos tradicionales para dar una oportunidad a gente nueva, preparada y, sobre todo, guapa.

El Partido Gris obtuvo dos escaños en las elecciones.

«¡Serán bisagra!», abrieron las rotativas a la mañana siguiente.

Una primavera de ilusión anidó en los corazones de todos, incluso en los de los votantes de partidos tradicionales. ¿Habría al fin gobierno? ¿Podrían los diputados electos de la formación gris poner fin al sindiós?

La esperanza duró exactamente hasta la primera comparecencia del secretario general del partido bisagra ante los medios:

—¡Con nuestros escaños haremos valer el mandato democrático de aquellos que han confiado en nosotros! —declaró exultante en rueda de prensa—. Negociaremos con responsabilidad, sí, pero con una línea roja: si los partidos tradicionales quieren nuestro apoyo, tendrán que ponerse de acuerdo primero sobre las fotos de don Fausto.

En medio de un clima de bloqueo político, enconamiento, animadversión y fractura social, estalló una guerra civil y se fue todo a hacer puñetas.

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